COSMOS

3 El Cosmos, un
universo de
posibilidades

¿Qué es el Universo? ¿De dónde vino y hacia dónde va? Esas antiguas incógnitas que acompañan a la humanidad ya coleccionan un arsenal de respuestas dadas por la teología, la filosofía y ensayadas en otros tantos campos del saber.

Hay, sin embargo, un camino que nos interesa particularmente en esa historia y que busca entender ese campo: la física. Originalmente concebida en la Grecia Antigua como “la ciencia de la naturaleza”, la física, por definición, se propone abarcar la tarea de “investigar las leyes del Universo sobre la materia y la energía, cuáles son sus constituyentes, y sus interacciones”. [1]

Ernest Rutherford, descubridor del núcleo atómico, dijo una vez: “Solo hay dos tipos de ciencia: la física y la filatelia” [2] Él llamaba nuestra atención sobre el carácter predominantemente explicativo de la física, intentando (aunque de forma arrogante y un poco infeliz) mostrarnos que todas las ciencias en algún momento utilizan la física para dar continuidad a sus descubrimientos.

La astronomía, por ejemplo, cuando separa las estrellas en colores, está practicando filatelia. Pero solo a partir de la comprensión de cómo ellas funcionan, cómo generan energía y cómo esa energía se distribuye en su superficie es posible entender el porqué de los colores ­ y eso es física. Lo mismo se aplica a la geología y sus rocas, a la oceanografía y sus corrientes, a la meteorología y sus patrones climáticos, a la ingeniería, a la medicina, a la biología. De la mano con la astronomía, y sin olvidar la filosofía, la física estudia el Universo e intenta responder a tres preguntas fundamentales: ¿de dónde vinimos? (nuestro origen en el pasado); ¿quiénes somos? (nuestra permanencia en el presente); y ¿para dónde vamos? (nuestra existencia en el futuro). Para eso, crea dentro de sí un nuevo ramo: la cosmología, o el estudio del Cosmos.

¿Qué significa ese término creado por Pitágoras, el Cosmos? En su contexto original, el matemático griego reconoció la existencia de un orden celeste, intrínseco al cielo que lo rodeaba. Pues, para él, el orden es la fuente de belleza, y ese “Todo organizado” por él denominado “Cosmos” (o κόσμος palabra griega original ­ que también está en la raíz de “cosmético”) sería “el más bello de los cuerpos”. [3] Ese nombre, sin embargo, solo sería incorporado a nuestro vocabulario corriente después del trabajo del destacado geógrafo alemán Alexander von Humboldt, quien tomó el término como un préstamo lingüístico al bautizar su obra mayor, ya en el siglo XIX. [4]

El término “Universo”, que utilizamos cotidianamente como sinónimo de Cosmos, en verdad nace de un error conceptual. Originaria del latín unus verterem, “aquello que gira como una sola cosa”, esa palabra no representaría hoy el movimiento que define al Universo ­ porque, definitivamente, él no gira como una cosa sola. Esa era una clara alusión a la concepción precopernicana, en la cual la Tierra era considerada como siendo un astro inmóvil en el centro del Cosmos, y todo lo demás giraba al unísono a su alrededor.

Superadas las antiguas definiciones, volvemos a preguntarnos: ¿qué se puede comprender como Universo? La respuesta es simple: es todo lo que existe, es la expresión que abarca toda existencia natural. Esa definición tiene en su simplicidad una mezcla de claridad y de oscuridad, es atrayente y misteriosa, no exige fronteras bien definidas. Si aceptamos que el Universo es todo lo que existe ­ e incluimos en él todas las cosas, como objetos, dimensiones, realidades, y todo lo que ni siquiera podemos imaginar que existirá ­, entonces nada es más ambicioso que estudiarlo.

Nuestra definición podría ser aún más audaz si dijéramos que el Universo es no solo todo lo que existe, sino que también lo que existió y lo que existirá. De esa forma incorporamos a él nuestras divisiones temporales, el Ayer, el Hoy y el Mañana, retornando a las preguntas que angustian a la humanidad desde que el mundo es mundo: “¿de dónde vinimos?”; “¿quiénes somos? “; y “¿para dónde vamos?”. .

Hay infinitos e infinitos, pues el Universo del pasado distante, aunque igualmente definible como infinito, ha aumentado continuamente de tamaño. En otras palabras, el infinito hoy es obviamente mayor que el del pasado.

¿De dónde vinimos? ¿Cómo sería el Universo en el pasado? ¿Existiría un pasado infinito? ¿O todo habría surgido a partir de un determinado momento?

Las dos últimas preguntas pueden ser aterradoras, y queda a criterio de cada uno elegir el camino más acogedor: ¿el Universo, habría existido desde siempre o habría surgido a partir de determinado momento?

Detrás de la primera opción encontramos lo infinito: el Universo existe desde siempre. En ese caso, nuestros cerebros finitos, transitorios y efímeros quizá no entiendan ese concepto. ¿Cómo concebir algo que no tiene un comienzo?

Detrás de la segunda opción está lo espontáneo: el Universo surgió en determinado momento. En esa hipótesis, la cuestión que surge es cómo enfrentar el hecho de que todo lo que ahí está, estuvo o estará se originó a partir de un “nada”.

La ciencia moderna no tiene la respuesta. Por lo menos aún no, y quizá jamás la tenga. Pero eso no impide reflexionar sobre el pasado, sobre un Universo muy joven y primordial. Desde el comienzo del siglo XX sabemos que el Universo se expande, y algo que se expande, necesariamente, aunque sea infinito por principio, aumenta de tamaño. Así, podemos decir que hay infinitos e infinitos, porque el Universo del pasado distante, aunque definible como infinito, ha aumentado de tamaño. En otras palabras, el infinito hoy es obviamente mayor que el del pasado.

El Universo remoto era menor de lo que es hoy, pero aun así ya contenía todo lo que existe, existió y existirá. Luego, la densidad de energía era mucho mayor que la actual. Todo lo que existe ahora ya existía antes, pero estaba más concentrado, más apretado, ocupando un volumen menor.

En ese contexto del Universo muy joven, cosas extrañas para nuestra comprensión, que ya no suceden normalmente en nuestro tiempo, podían ocurrir: la transformación de materia en energía y viceversa, era una de ellas. Hoy, la materia solo se transforma en energía en condiciones muy especiales: dentro de las estrellas o en bombas nucleares (eso para citar algunos de los casos más conocidos). Pero, antes, materia y energía eran intercambiables, o sea, tiene muy poco sentido hablar de una cosa o de otra cuando nos referimos al pasado remoto.

Materia y energía son como dos caras de una misma moneda. Eso es válido también para los días de hoy, pero en el presente todas (o casi todas) las “monedas” muestran apenas una de sus caras, revelándose apenas como cara o apenas como cruz. En el pasado, era como si todas (o casi todas) estuviesen en el aire, cara o cruz, indefinidas. Así era el Universo cuando muy joven.

Pero podríamos también hablar de un período anterior del cual sabemos muy poco. Es posible que nuestro Universo exista desde siempre y que la expansión descubierta en el siglo XX represente apenas la etapa dinámica actual del Cosmos, en que el Universo se expande para contraerse después. Se trataría de un movimiento cíclico: cuando estuviese muy pequeño nuevamente se expandiría, y así sucesiva y eternamente. En ese caso, la humanidad sería testigo de un momento de expansión apenas, que se repetirá innumerables veces. La otra hipótesis que debe ser considerada es aquella en la cual el Universo no es eterno, pero tuvo un comienzo bien definido. Desde ese punto de vista, en que todo lo que nace debe morir, el Universo también tendría un “plazo de caducidad”, conocido o no. Pero, las leyes de la física no están preparadas aún para discurrir sobre el surgimiento de sí propias, y la incógnita del origen del Universo aguarda una respuesta que quizá jamás alcancemos.

Lo que podemos afirmar como cierto es que en un determinado momento ­ cerca de 14 millardos de años ­ el Universo comenzó a expandirse. Y llamamos ese momento de Big Bang. En su formulación original, la expresión Big Bang representaba el instante en el cual el Universo nacía, hipótesis concebida por George Gamow y sus colaboradores en la década de 1940, y explicaba muy bien el Universo actual. Pero, establecía la cosmología como un poderoso paralelo con los mitos de creación teológicos (el más común en nuestra cultura es la génesis bíblica: “¡Hágase la Luz! Y la luz fue”).

Así, aunque algunos científicos hayan rechazado esa teoría ­ y es importante destacar que en su traducción literal Big Bang quiere decir “gran bum”, un nombre evidentemente poco digno de una hipótesis sobre el Universo ­, las alternativas propuestas tampoco presentaban soluciones completas. Dos cosas sobrevivieron de esa divergencia: el término Big Bang, creado por detractores para que se le diera poca importancia a la idea de Gamow; y la dicotomía que nos persigue hasta hoy, de un lado lo eterno y del otro lo finito.

La materia y la energía que conocemos bien, que hace menos de cincuenta años presumíamos ser todo lo que había en el Universo, componen apenas 4% de todo lo que existe. En números redondos y no muy precisos, la misteriosa “materia oscura” compone 27% del Universo y los 69% restantes (o sea, la mayor parte del Universo) están formados por la aún más misteriosa “energía oscura”.

En todo caso, fue cuando se inició la expansión que se destacó el “campo de Higgs”, pensado en la década de 1960 por Peter Higgs [5] Ese campo de información, después tratado en el escopo de la mecánica cuántica (que dio lugar al ya famoso bosón de Higgs, la partícula que representa ese campo), permeaba el Universo primordial y nos proporcionó una información valiosa: algunas “monedas que estaban en el aire” serían cara (materia), otras, cruz (energía). Y, manteniendo esa analogía, el campo de Higgs designó valores para cada moneda: ¿es materia? ¿Qué tipo de materia? ¿Cuark? ¿Electrón? ¿Neutrino? ¿O es energía? ¿Fotón? ¿Gluon? Así comienza el Universo o, por lo menos, esta etapa actual del Universo, contenida en la pregunta originaria “ ¿de dónde vinimos?”.

Para discurrir sobre la pregunta siguiente, “ ¿quiénes somos?”, o “ ¿cómo es el Universo hoy? “, podemos dividir el Universo en tres grandes “bloques conceptuales”. La materia y la energía que conocemos bien sería el bloque 1; la “ materia oscura”, el bloque 2; y la “energía oscura”, el bloque 3. Increíblemente, el bloque 1, que hace menos de cincuenta años presumíamos que era todo lo que había en el Universo, compone apenas 4% de todo lo que existe.

En números redondos y no muy precisos, la misteriosa “materia oscura” compone 27% del Universo y los 69% restantes (o sea, la mayor parte del Universo) están formados por la aún más misteriosa “energía oscura”. Una de las cuestiones centrales debatidas en la cosmología es la posibilidad de que el Universo se expanda para siempre: sabemos que la fuerza de gravedad tiene una actuación generalizada a distancia, siempre atractiva, y por más débil que sea en relación a las otras fuerzas del Universo, es la única con carácter acumulativo. A partir de eso, se concluye que, si hubiese tiempo suficiente, dos cuerpos (sin importar su masa total ni la distancia que los separa) siempre acabarán atrayéndose gravitacionalmente.

Esa conclusión es poderosa y nos lleva a la siguiente pregunta: ¿los cuerpos dispersos en el Universo conseguirán atraerse gravitacionalmente? O más aún: ¿conseguirán parar la expansión? ¿Hay gravedad suficiente en el Universo para que un día pare de expandirse?

A pesar de centrarnos en el futuro, la respuesta para esa última pregunta reside claramente en el presente, y para responderla debemos preguntarnos qué hay en el Universo hoy.

En vez de estudiar lo que hay en el Universo hoy, para entender lo que sucedería con él en el futuro, debíamos ver cómo evolucionó a lo largo del tiempo para descubrir lo que hay en él hoy. Fue así que surgieron los estudios para medir la variación de la tasa de expansión del Universo.

En el siglo XX, la pregunta era si había materia suficiente en el Universo para parar la expansión. Note aquí una fundamental distinción: la pregunta se refiere a parar la expansión, y no a frenarla. La diferencia sutil está en el hecho de que la acción de “frenar” puede ser tan débil que la expansión nunca se interrumpa, sino que sea cada vez más lenta. De acuerdo con la visión del siglo XX, no había dudas sobre la existencia de un freno gravitacional en la expansión del Universo, y lo que precisábamos era apenas saber si tal freno era fuerte o débil. Como no se obtuvo una respuesta conclusiva, ambos escenarios fueron contemplados. La expansión original, iniciada en el Big Bang, sería cada vez más lenta hasta que finalmente pararía y retrocedería. Con el pasar del tiempo el Universo sería menor, hasta que en algún momento del futuro distante todo se encontraría en una región de volumen mínimo, semejante a la situación del Big Bang.

¿Qué sucedería después? ¿Una nueva etapa de expansión, en un modelo de Universo Eterno, o el fin de todas las cosas? Ese escenario, en que el Universo densamente poblado poseería un freno fuerte, se conoce como Big Crunch, y encantó a los cosmólogos durante mucho tiempo. En él, el Universo hace cosas diferentes, en diferentes momentos de su existencia, mostrándose interesante y desafiador. La “muerte” del Universo sería un envolverse hacia su interior con temperaturas abrasadoras.

Ya la hipótesis de freno gravitacional débil concibe que quizá el Universo no sea denso y, en ese caso, en un Universo con poca materia y energía, la expansión, cada vez más lenta, nunca llegaría a parar y continuaría siempre. Ese escenario se conoce como Big Chill, y encantaba en especial a los astrofísicos. Un Universo que creciese para siempre, que nunca colapsase, permitiría que todos sus constituyentes vivieran sus ciclos de evolución completamente. En esa hipótesis, aunque el Universo pudiese ser considerado algo tedioso por hacer siempre lo que ya hace hoy, lo mismo no se podría decir al respecto de lo que sucedería en su interior.

Así, podemos pensar que las nebulosas dan origen a estrellas y planetas; que las estrellas tienen tiempo para vivir su vida por completo, muriendo como enanas brancas o supernovas, creando nebulosas planetarias, púlsares o agujeros negros, contaminando nuevas nubes de gas, cíclicamente, hasta que no haya más hidrógeno, el material primordial, y que nada nuevo pueda ser creado. En ese futuro, silencioso y solitario, la “muerte” del Universo sería fría y lenta.

Delante de esas hipótesis, los estudios científicos reconocen la gran necesidad de estimarse cuánta materia (y energía) existirían en el Universo. La cuestión dejó de ser simple a partir del descubrimiento de la materia oscura, concepto surgido en la década de 1930, con el astrónomo suizo Fritz Zwicky y sus estudios sobre la dinámica del cúmulo de galaxias de Coma [6] Impresionado con la diferencia entre los movimientos previstos y los observados, Zwicky sugirió la existencia de una materia que sería invisible, pero que aun así ejercería fuerza gravitacional, y la bautizó, entonces, de “materia oscura”.

Esa idea resurgiría con fuerza en la década de 1970, gracias al trabajo de la astrónoma americana Vera Rubin sobre la rotación de las galaxias, en especial la nuestra, aproximando el problema a una dimensión próxima de nosotros. [7] La existencia de un tipo de materia no detectable parecía una buena solución para explicar la inusitada dinámica encontrada en las observaciones.

Así, la pregunta inicial sobre los componentes del Universo (la que nos daría también la respuesta sobre su futuro) se complicó. De repente, ya no era suficiente examinar el espacio profundo, investigando lo que había allá afuera. Algo allá, por definición, no sería observado. Y ese algo no observable, la materia oscura, tendría fuerte participación en los resultados buscados.

Delante de esas evidencias, el método seguro parecía ser el estudio directo de la tasa de variación de la expansión del Universo. O sea, comprender cómo la expansión del Universo se modifica a lo largo del tiempo es crucial no solo para entender el Mañana, sino también el Hoy. De ese modo, en vez de estudiar lo que hay en el Universo hoy, para entender lo que sucedería con él en el futuro, debíamos ver cómo evolucionó a lo largo del tiempo para descubrir lo que hay en él hoy. Fue así que surgieron los estudios para medir la variación de la tasa de expansión del Universo. Nacieron con un único objetivo: descubrir si el freno era fuerte (mucha materia, incluida ahí la materia oscura) o débil.

Para sorpresa de todos, especialmente para los equipos de científicos involucrados en el descubrimiento, las observaciones mostraban algo impensado: ¡la expansión del Universo estaba acelerándose! No solo el freno no era fuerte, sino que había un acelerador, algo contrario a todos los modelos vigentes.

El descubrimiento, realizado al final del siglo XX, revolucionó la cosmología e introdujo un nuevo componente en nuestro modelo de Universo: la “energía oscura”. Diferente de la materia oscura, que carga ese adjetivo porque no puede ser vista, la energía oscura fue bautizada así porque es “extraña, misteriosa, inesperada”. Su sobrenombre original era “funny energy”, o “energía curiosa”. [8]

Hoy, casi dos décadas después del descubrimiento original, ya conseguimos dividir el Universo en tres bloques bien definidos, y sabemos que el mayor de ellos es el de la energía oscura, seguido por el de la materia oscura y, en un distante tercer lugar, todo lo que nos compone (la materia y la energía usuales). Con eso, podemos decir cómo será el futuro del Universo: una expansión acelerada que, finalmente, provocará la ruptura del propio espacio-tiempo ­ un escenario conocido como Big Rip.

O Universo hace cosas inusitadas e interesantes. Y así como afirmamos sobre la propia definición del Cosmos, también el futuro de los estudios cosmológicos es brillante y misterioso, pleno de promesas.

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