TIERRA

9 Todo
mañana
emerge en la
cultura

¿Qué significa ser humano en el siglo XXI? Para que la imaginación de nuestro futuro próximo no sea estrecha, es necesario que incorporemos una visión abierta, amplia y reflexiva dentro del contexto de la cultura occidental moderna ­ esta, en la que vivimos.

La ciencia ha sido el principal camino de esa reflexión sistemática desde el siglo XVII. Sus informaciones y propuestas buscan, desde entonces, apoyarse en la experiencia empírica basada en una racionalidad formal, universalista. Eso es relativamente fácil de realizar en lo que se refiere a la estructura del mundo físico y al funcionamiento del mundo orgánico ­ como lo comprueba el vertiginoso desarrollo del sistema tecnocientífico, o sea, el desarrollo de las ciencias físicas y naturales dedicadas a la transformación de las posibilidades de conocimiento y del uso humano de los recursos del mundo.

No es tan fácil, sin embargo, en lo que se refiere a las condiciones específicas de la experiencia social de la vida humana, enredada en la complejidad de los pensamientos, de las emociones, de los valores, de la historia. Las ciencias humanas se desarrollaron tardíamente en relación a las ciencias hard por enfrentar retos muy peculiares: ellas deben comprender cómo se organizan y se procesan las condiciones simbólicas y pragmáticas de la vida en aquellas cosas que escapan a la determinación directa de los fundamentos físicos y orgánicos de los seres humanos. Las propias bases de esa autonomía relativa del pensamiento, del lenguaje, de la voluntad, de la acción, de los sentimientos es materia de debate, ya que ­ para muchos científicos ­ todo eso no podría ser otra cosa que una emanación directa, lineal, de las propiedades biológicas de los sujetos (como en otras épocas pensaban los mecanicistas sobre los fenómenos de la vida orgánica). Las ciencias humanas exploran y analizan cómo se manifiestan y funcionan esas propiedades “emergentes”, o sea aquellas que, aunque dependan de la existencia de la realidad material subyacente, presentan características específicas, funcionan con lógicas propias, conllevan la intervención de la cognición, de la imaginación y de la voluntad en el rumbo de la historia. [1]

Al hacerlo, d, las ciencias humanas deben enfrentar otro enorme reto: su materia de análisis no se encuentra distanciada, en la lente de una lupa, de un telescopio o de un espectrómetro de masa; sino que, está entrañada en la vida inmediata de toda la humanidad (tanto de los legos como de los investigadores). Estudian fenómenos como la familia y el parentesco, la religiosidad y los rituales, el gusto artístico y la disposición científica, los modos de hacer política y los de practicar deportes, los cuidados con la salud y las actividades bélicas, las formas de la sexualidad y las de la violencia, la experiencia del tiempo y la organización del espacio. Sobre todo eso cada cultura, cada colectividad social, tiene sus propias concepciones, sus propios procedimientos ­ frecuentemente muy distintos de los nuestros.[2]. Interpretando y comparando esas formas de manifestación de los fenómenos exclusivos del ser humano se construyen los saberes sociológico, antropológico, histórico, psicológico.

Esos saberes no sirven, fácilmente, para una utilización tecnológica, como la construcción de palancas hacia el futuro. Su mayor fuerza y su utilidad residen en la crítica que presentan; al revelar cómo se articulan los proyectos humanos y cómo son llevados a cabo en contextos de jerarquía o de poder, de diálogo o de dominación, de armonía o de depredación, de acogida o de exclusión.

En el contexto de un compromiso con los proyectos del futuro, el papel de las ciencias humanas debe ser más propiciar una consciencia general de las condiciones que desencadenan tal o cual transformación en la vida humana que ofrecer soluciones técnicas o prácticas para esos retos. Los violentos cambios climáticos que ya apremian a las poblaciones de todas partes serán seguramente acelerados en nuestro mañana, ya que no se alteraron las condiciones de uso de los recursos energéticos ni se moderaron las condiciones del desarrollo y de la producción económica. Pero las condiciones tecnocientíficas para enfrentar ese reto ya existen y estarían disponibles, caso la consciencia política global y la disposición para una reestructuración económica radical pareciesen viables. Los factores cruciales para enfrentar esa crisis son, por lo tanto, típicamente humanos, más amplios de lo que la racionalidad formal podría esperar: narcisismos nacionales, ganancias de clase, competición por poder, consumismo y hedonismo.

Las profundas alteraciones en la biodiversidad que nos cerca evolucionan con el mismo ritmo que el proceso de modificaciones climáticas. El peso de la actividad humana en la evolución de la biosfera contemporánea dio origen, incluso, a la propuesta de definición de una nueva era geológica: el Antropoceno. Entre el extinto pájaro dodo y el hipercontagioso virus ébola se extiende la marca del desequilibrio provocado por la acción humana, exacerbada por la potencia tecnocientífica contemporánea. ¿Qué podría contraponerse a eso? Apenas un cambio de valores, una radical reestructuración de las formas de la reproducción social humana, podría permitir un mañana menos asolador.

Entre las características de las nuevas condiciones de reproducción de la humanidad están el aumento del crecimiento absoluto de la población y la obtención de tasas crecientes de longevidad. Es claro que ese fenómeno dependió hasta hoy del desarrollo tecnocientífico general ­ y sobre todo del desarrollo de la biomedicina. Pero no habría alcanzado las proporciones actuales si no fuese perseguido y promovido, sistemáticamente, por las políticas nacionales desde el siglo XVIII, interesadas en la ampliación numérica y en la sanidad cualitativa de sus poblaciones ­ condiciones esenciales para el prestigio de los Estados. [3]. Alcanzados los niveles actuales, retos inmensos se presentan más allá de las vanidades del poder político: capacidad de alimentación, de vivienda y de saneamiento; mantenimiento de sistemas de seguridad social viables a largo plazo; seguridad pública ­ entre tantos otros retos que nos son muy próximos.

Entre el extinto pájaro dodo y el hipercontagioso virus ébola se extiende la marca del desequilibrio provocado por la acción humana, exacerbada por la potencia tecnocientífica contemporánea. Apenas un cambio de valores, una radical reestructuración de las formas de la reproducción social humana, podría permitir un mañana menos asolador.


Los avances tecnocientíficos propiciaron una aceleración notable en las condiciones de articulación entre las diferentes unidades organizacionales humanas permitiendo una intensidad en los intercambios sociales (económicos, de informaciones, culturales) absolutamente incomparable a los del pasado. No se le ocurre a nadie disminuir la importancia de la llegada de la comunicación digital y virtual, que catapultó las posibilidades de comunicación a niveles exponenciales. Pero también, a nadie se le ocurre minimizar la escalada en la producción de diferencias y enfrentamientos que han acompañado el trayecto de la modernización planetaria. Esa tensión entre aproximación y distanciamiento es muy conocida por los antropólogos, que la describieron como el principio de la organización social de las sociedades tribales africanas y melanesias aún en los años 1930[4]. El reto es comprender cómo esa dinámica se procesa en el mundo contemporáneo, en el cual el predominio de los valores de igualdad, diálogo y tolerancia, que parecía haber sido tan ampliamente reconocido, es con frecuencia negado. La política, la religión, la raza, y hasta el arte y la cultura de masa, todo parece conspirar para producir el enfrentamiento y la beligerancia, allí donde las condiciones técnicas y racionales podrían llevarnos a esperar que prevaleciera la paz universal.

Es a ese cuadro de retos y dudas cruciales, que no pueden ser respondidos por la racionalidad científica convencional, que la experiencia de las ciencias humanas puede dar alguna contribución ­ destacando las propiedades universales de la condición humana, describiendo sus formas de presentación culturalmente específicas y sugiriendo qué tipo de valores puede permitir el enriquecimiento de las condiciones de la convivencia humana en las próximas décadas. Ninguna solución mágica, ninguna bala de plata sirve para eso ­ porque la experiencia humana no se altera ni rápida ni radicalmente. Todo en ella depende de la socialización original de cada generación, que a su vez depende de los intercambios entre las sucesivas generaciones en un trabajo que exige atención a cada momento, la formación de cada sujeto ­ el mismo nieto e hijo de sus ancestrales; papá y abuelo de sus descendientes.

En una cultura como la nuestra, comprometida con valores individualistas y utilitarios, es cada vez más imperativa la pregunta “estar juntos ­ ¿cómo hacerlo?", que induce a la reflexión sobre valores como libertad, igualdad, tolerancia y solidaridad ­ también, contradictoriamente, construidos en nuestra cultura.

En la reflexión sobre las condiciones culturales de la construcción del futuro, hay tres categorías clave, sin las cuales nada se puede comprender sobre la vida humana: su “variedad”, “complejidad” y “sistematismo”. La variedad o diversidad cultural ­ por ejemplo ­ de las formas de parentesco y de la familia, la complejidad de las tramas relacionales en las que los sujetos se instalan al nacer, el sistematismo de los patrones y procesos en que esos fenómenos (que nos parecen tan privados y singulares) ocurren son condiciones inseparables de la vida social presente o futura. Nunca será demasiado el énfasis dado a la reflexión sobre el valor de la “convivencia” humana (de las personas entre sí, y entre ellas y sus ambientes). En una cultura como la nuestra, comprometida con valores individualistas y utilitarios, es cada vez más imperativa la pregunta “estar juntos ­ ¿cómo hacerlo?”, que induce a la reflexión sobre valores como libertad, igualdad, tolerancia y solidaridad ­ también, contradictoriamente, construidos en nuestra cultura. [5]. Seguramente no todas las culturas comulgan con nuestros valores, pero, si son bien aplicados, podrán propiciar la oportunidad de una convivencia pacífica, útil para todos, aunque las diferencias continúen proliferando.

Comprender cómo se hace el “estar juntos” es pensar en la variedad, la complejidad y el sistematismo de las formas de asociación humana (los principios del intercambio simbólico, económico y matrimonial, instaurador del estado de humanidad ­ por ejemplo), de interacción (las lenguas naturales, las diferentes formas y estrategias de la comunicación) y de simbolización (la integración cultural, la comunión de valores, la invención técnico-mágica y la creación artística). Y eso sin olvidarnos de la construcción de las formas de “mal-estar juntos”, los intercambios negativos involucrados en el conflicto, en la violencia, en la dominación, en el sufrimiento psicosocial ­ fenómenos tan variados, complejos y sistemáticos como los del bienestar (además de mucho más frecuentes).

En fin, apenas tratándose de todo eso ­ y de muchas más cosas que nuestra razón concibe y pone en práctica gracias a la imaginación social ­ el futuro que diseñaremos podrá ser realmente el que queremos, cuando sepamos un poco más cómo y por qué queremos lo que queremos. A partir de reflexiones sistemáticas sobre el surgimiento del mañana, las ciencias humanas podrían desempeñar un papel más significativo para realizar la voluntad humana en el mundo. Nuestro común mañana depende de los valores, de los sentimientos, de las disposiciones culturales que hacen que la humanidad, aquí y allí, herede, invente, desvirtúe, destruya o perfeccione tal o cual instrumento, recurso, arma, máquina, gadget, ídolo, juguete...

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