MAÑANAS

19 El Mañana
de todos
en el cerebro
de cada uno

“Quién vive del pasado es un museo” La expresión, de tenor peyorativo, se usa en nuestra cultura para condenar el apego al pasado, la supervaloración de lo que ya pasó y la dificultad de seguir adelante. Para quien suele usar mucho la frase, una advertencia: todos nosotros vivimos del pasado. Y eso es positivo. Más que positivo: la capacidad que tenemos de revisitar constantemente el pasado, a partir de nuestras memorias, es fundamental para vivir el presente y proyectar el futuro. De acuerdo con esa proyección para el mañana, basada en el ayer, tomamos mejores decisiones hoy.

Esa capacidad de representar el pasado, el presente y el futuro es obra del córtex cerebral humano, con su notable número de neuronas inigualado en la naturaleza y organizado en una arquitectura compleja, que nos dota de habilidades cognitivas admirables y nos permite mucho más que reaccionar a estímulos. Gracias a él, tenemos no solo pasado y futuro sino que también somos capaces de representar al otro, sus sentimientos, emociones e intenciones, lo que nos permite vivir en sociedad y vislumbrar un mañana común.

Pero ¿cuál es la base de esas habilidades? ¿Cómo funcionan? ¿Cómo las usamos? ¿Con qué objetivos y resultados? ¿Qué futuro podemos construir a partir de ellas?

En la línea del tiempo, lo que tenemos de más palpable es el presente, nuestra experiencia empírica del aquí y ahora. El presente es obra de los sentidos, que mantiene el cerebro actualizado sobre lo que sucede en nuestro cuerpo y a nuestro alrededor y, así, permite construir y reconstruir constantemente una representación de la realidad en el tiempo presente.

Ese proceso ocurre en varios niveles, de forma simultánea. Los órganos de los sentidos, sensibles a las variaciones de energía en el ambiente y en el cuerpo, procesan y transmiten al cerebro informaciones sobre ellas. Las regiones sensoriales representan esas variaciones construyendo verdaderos mapas del ambiente y del cuerpo que se combinan con otras regiones del cerebro, para crear un mapa único, que guía nuestros movimientos y comportamientos. Es así que nuestras acciones se ajustan bien al momento, a las circunstancias actuales, al presente. Otras regiones del cerebro utilizan esas representaciones de la realidad para hacer una “representación de la representación”, que es como creamos los conceptos: la silla para la que estamos de espaldas, el rostro de quién ya se fue. Esos conceptos pueden ser activados con los objetos externos ausentes, tenemos aquí la base para el pensamiento abstracto y también para la evocación del pasado y del futuro.

Las representaciones del mundo exterior que construimos, no son perfectas porque están necesariamente limitadas por los propios sentidos e influenciadas por nuestras expectativas y experiencias anteriores. Abejas ven la luz ultravioleta, a la cual nuestros ojos son insensibles. Serpientes detectan la radiación infrarroja, ya nosotros precisamos de lentes de visión nocturna. Campos electromagnéticos interactúan con nuestro cuerpo, pero no los registramos sensorialmente, como lo hacen los peces eléctricos y los pájaros. O sea, solo captamos parte de la información sensorial del mundo exterior. Además, la interpretación de esas informaciones sensoriales depende de la experiencia previa y del estado mental. Una misma frase puede ser interpretada de formas diferentes por personas diferentes, dependiendo de su humor y expectativas; un mismo objeto puede ser reconocido más o menos rápido, y con más o menos detalles, por personas diferentes, dependiendo de su mayor o menor familiaridad con ellos.

Además, nuestras experiencias pasadas, nuestro estado emocional presente y nuestro objetivo para el futuro distorsionan el mundo real, al cual, de hecho, nunca tenemos acceso. Nuestra “realidad” es, en verdad, una versión particular, personalizada, del mundo real, construida por el cerebro de acuerdo con la representación del ambiente sensorial. Siendo así, aun viviendo en un mismo mundo, personas diferentes comparten realidades y presentes diferentes.

A primera vista, el hecho de nuestro sistema sensorial ser limitado e influenciable puede parecer una desventaja. Pero no lo es. Detectar estímulos del ambiente y a ellos responder objetivamente es una cosa tan simple que hasta bacterias y amebas pueden hacerlo, y con una sola célula. Pero ese no es el tipo de vida que llevamos. Nuestras acciones son dirigidas, y no apenas responsivas. Un individuo que solo detectase estímulos y a ellos respondiese, aunque de forma coordinada y organizada, viviría eternamente en el presente, incapaz de mirar para atrás o para adelante en el tiempo. No tendría la menor capacidad de revivir experiencias del pasado y mucho menos de usar esas experiencias para hacer planes para el futuro. Peor aún, pasaría el tiempo corriendo atrás de los acontecimientos, ya que la representación que el cerebro crea a partir de las sensaciones es necesariamente desfasada, en al menos, un décimo de segundo. [1]

Nuestra “realidad” es una versión particular, personalizada, del mundo real, construida por el cerebro de acuerdo con la representación del ambiente sensorial.

La vida nos presenta una serie de experiencias y eventos, algunos más, otros menos sobresalientes. Lo que sucede es que la propia activación de las neuronas que representan esas experiencias en el cerebro modifica las neuronas activadas y sus conexiones, sobre todo cuando los acontecimientos representados son emocionalmente significativos. La consecuencia es que el cerebro retiene una memoria de aquel evento en su nuevo patrón levemente alterado en sus conexiones y activación. Cada acontecimiento tiene potencial para modificar el cerebro. Ese proceso de modificación de acuerdo con la experiencia es el aprendizaje; su consecuencia, la evidencia de que hubo aprendizaje, es la memoria.

Las memorias, son de varios tipos y poseen tiempos diferentes de almacenaje. Muchas, generadas por acontecimientos poco sobresalientes son consideradas poco útiles y borradas casi instantáneamente, abriendo espacio para nuevas memorias. Otras, sin embargo, sobre todo aquellas que se asocian a otros factores importantes de nuestro repertorio y a las que accedemos con más frecuencia, pueden durar toda la vida. Recordar es más que vivir; recordar es reforzar las memorias, es ser cada vez más nosotros mismos. [2]

Tenemos un “pasado” gracias a la capacidad del cerebro de aprender y formar memorias. Pero la memoria es mucho más que un banco de datos. La acumulación de registros del pasado nos transforma en individuos únicos, dotados de personalidad, autobiografía y valores propios. Cuando perdemos los registros importantes de nuestro pasado, perdemos la esencia de nuestra individualidad. En la enfermedad de Alzheimer, por ejemplo, se pierde la memoria autobiográfica, se deshace la historia personal y, así, se disuelve el individuo. El paciente no tiene un pasado del cual vivir, ni tiene un futuro para proyectar. Le resta, apenas, un presente sin sentido, en el cual hasta sus parientes, desprovistos de un ancla cerebral en su pasado, dejan de ser familiares.

La capacidad de proyectar el mañana, o mejor, diferentes posibilidades de mañanas, da sentido al presente y es crucial para orientar nuestras decisiones. Evocamos el pasado cuando tenemos que reaccionar a los estímulos en el presente; pasado y presente moldean nuestra anticipación de los eventos futuros.

Anticipación es fundamental, porque si esperásemos que los eventos sucediesen para solo entonces reaccionar, muchas veces actuaríamos muy tardíamente. Porteros de fútbol lo saben muy bien. Con cerca de medio segundo para reaccionar a un penalti, ellos deben anticiparse al lanzamiento del jugador si quieren atajar la pelota. Un tenista también se anticipa al saque del adversario, colocándose, instantes antes del saque, en el lugar donde estima que la pelota va a llegar. Ese “poder” de anticipación no es exclusividad de los atletas: anticipamos eventos siempre en nuestro día a día, y como un tenista o portero entrenado lo hacemos de forma tan automática que ni lo percibimos. Unos lo llaman intuición, la neurociencia lo denomina predicción del futuro con base en el pasado.

La acumulación de registros del pasado nos transforma en individuos únicos, dotados de personalidad, autobiografía y valores propios. Cuando perdemos los registros importantes de nuestro pasado, perdemos la esencia de nuestra individualidad.

Para tomar decisiones más complejas, el cerebro consigue ir más allá de la anticipación automática. Los acontecimientos tienen valor emocional que sirve como peso en la balanza de las decisiones. El hipocampo, con acceso a varias partes del córtex cerebral, genera una “memoria del futuro” a partir de proyecciones de memorias pasadas. Otras partes del cerebro acceden a esas proyecciones y las representan como objetivos y metas; otras, entonces, trazan estrategias de acción. En el cerebro, el futuro empieza en el pasado.

Las posibilidades de un evento terminar mal ­ como la reprobación en un examen, por ejemplo, o inundaciones cada vez más graves y constantes ­ nos afligen gracias a la capacidad que el cerebro tiene de aprender y actualizar probabilidades y calcular anticipadamente la posibilidad de errores, problemas y conflictos. Esa aprehensión anticipada es la ansiedad: la capacidad que tenemos de preocuparnos desde hoy con lo que quizá será un problema mañana. El lado malo de la ansiedad es la posibilidad de perder el control emocional y sentirnos sofocados y paralizados por expectativas negativas. Pero el lado bueno es que, anticipando acontecimientos malos, podemos actuar para evitar que se concreten, o, por lo menos, prepararnos mejor para enfrentarlos si ellos, de hecho, suceden.

Expectativas positivas son realmente motivadoras ­ incluso la expectativa de resolver un problema anticipado. Proyecciones positivas accionan el modo de recompensa del cerebro, responsable de la sensación de placer que, asociada a una idea, la transforma en deseo. Los deseos, a su vez, son la base de la formulación de los objetivos. O sea, vislumbrar cosas buenas nos motiva a actuar, a ir atrás de nuestros deseos y a ponernos en acción. [3]

Tenemos un cerebro totalmente equipado para desear un mañana mejor y actuar en pro del mismo. Pero eso no basta. Sin un plan de acción, un objetivo no es nada más que un deseo.

Tenemos un cerebro totalmente equipado para desear un mañana mejor y para actuar en su favor para conseguirlo. Pero eso no basta. Sin un plan de acción, un objetivo no es nada más que un deseo. Sin las tres cosas bien alineadas, no somos más capaces o libres que las amebas reaccionando al sabor de los acontecimientos. Necesitamos deseos para tener objetivos; objetivos para guiar nuestro comportamiento; y estrategias adecuadas para actuar hoy en favor del objetivo deseado. Para eso también es fundamental encontrar motivación en el mañana, o sea, vislumbrar algo de positivo que haga que el esfuerzo valga la pena.

Pero aún hay un detalle: objetivos, estrategias y acciones individuales no garantizan un mañana mejor para todos. La sociedad precisa estar en armonía en relación a sus deseos y motivaciones para planear un futuro común.

Es también gracias a un cerebro que procesa no apenas nuestro estado emocional sino también el de los otros que conseguimos vivir en armonía y preocupados con el mañana de nuestros semejantes. Nuestras decisiones tienen en cuenta no apenas el impacto anticipado de las opciones sobre nuestro propio futuro inmediato y lejano, sino también sobre los otros y sus emociones.

Conseguimos colocarnos en el lugar de los otros gracias a la empatía: la capacidad del cerebro de representar automáticamente y sentir las emociones ajenas, lo que permite que nuestro cerebro las tenga en cuenta. Observar la expresión de emociones en el rostro ajeno ya basta para que nuestro cerebro imite interiormente la emoción del otro y la identifique.

Pero proyectar la reacción emocional del otro en nuestras propias acciones también funciona, activando las mismas áreas del córtex que representan emociones nuestras y ajenas. Aquí, una diferencia ­ ¡qué hace toda la diferencia! ­ es que, mientras la empatía es automática, colocarse sistemáticamente en el lugar del otro antes de tomar una decisión es algo que podemos esforzarnos para transformar en un hábito. Pensar en los otros es algo que nuestro cerebro siempre puede hacer, pero hacer de hecho es algo que se puede escoger ­ y facilita enormemente la buena convivencia social.

Conseguimos colocarnos en el lugar de los otros gracias a la empatía: la capacidad del cerebro de representar automáticamente y sentir las emociones ajenas, permitiendo que nuestro cerebro las tenga en cuenta.

Y, con un poco más de esfuerzo, podemos ir aún más allá. Estructuras localizadas en el lobo temporal del córtex cerebral nos hacen sentir capaces de formar una representación del punto de vista ajeno y, a partir de eso, inferir sus intenciones: formar una “teoría de la mente ajena”, extremamente importante para el juicio social (evaluación de las acciones ajenas como correctas o erradas) y para la vida en sociedad en general. Es gracias a la capacidad de tener en cuenta las intenciones de los otros que alcanzamos la tolerancia, entendiendo el motivo por el cual alguien actuó o pensó de determinada forma, y creyendo que otras personas comparten objetivos con nosotros podemos actuar teniendo en vista un objetivo común.

Vivir en sociedad es complejo ­ afortunadamente. Personas diferentes tienen temperamentos, gustos, historias de vida y creencias morales, políticas y religiosas diferentes. La diversidad es enriquecedora y también crea una multiplicidad de futuros posibles. Actuar en favor de un mañana armonioso y positivo para el mayor número posible de personas involucra, necesariamente, el cultivo en el presente de los buenos hábitos de pensar en el prójimo, adoptar su punto de vista y comprender sus intenciones. Así como no vivimos solos, tampoco construimos nuestro mañana solos. Todos tenemos algo en común: la capacidad de usar nuestro pasado para actuar en pro de un futuro mejor.

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