MAÑANAS

18 La forma
del futuro

A lo largo del siglo XIX y durante la mayor parte del siglo XX, la intensa curiosidad social sobre el futuro era atendida por filósofos y científicos sociales. Se creía que ellos eran capaces de anticipar el futuro de la sociedad a partir de los acontecimientos del presente. Como la anticipación era predominantemente positiva, se pensaba también que filósofos y científicos sociales les podían decir a los individuos modernos qué deberían hacer para construir la “buena sociedad”. Físicos, químicos y biólogos, a su vez, nada decían sobre el futuro; se preocupaban, con la formulación de las leyes de la naturaleza, de mucha mayor permanencia que las creencias y los valores de las sociedades humanas.

En las tres últimas décadas, hubo un cambio en la procedencia institucional de aquellos que nuestra sociedad instituyó como capaces de estimar lo que sucederá. Debido a la conjunción entre el inmenso avance tecnológico promovido y prometido por la computación, la ingeniería genética y la neurología de un lado y, del otro, la desesperanza existente en relación a las transformaciones estructurales en el modo de organización de las prácticas de producción y consumo de nuestra sociedad, raramente vemos filósofos y científicos sociales arriesgando algún pronóstico sobre nuestro futuro.

La formulación de las leyes de la naturaleza por la ciencia moderna permitió que los seres humanos utilizasen diversos procesos naturales. Varios descubrimientos contribuyeron a eso: la constitución de los átomos y el aparecimiento subsiguiente de la energía nuclear; el código genético orientando la síntesis de proteínas; el surgimiento de medicamentos que alteran la cognición y el afecto, entre otros. Así, lo que nos hace pensar hoy en el futuro no es más la transformación social violenta, producida por fuerzas políticas, sino el inmenso poder de la acción humana desencadenado por los objetos técnicos asociados a nuestro conocimiento y control de procesos naturales.

Aunque haya sucedido un cambio en la procedencia institucional de los que están autorizados a hablar sobre el futuro, las ciencias humanas deben formular algunas cuestiones esenciales sobre las anticipaciones catastróficas que los científicos de la naturaleza han realizado. ¿De qué forma se realiza esa anticipación del futuro en los días actuales? ¿En qué medida esa forma subestima el papel de las ideas y de la estructura social en la formación efectiva del futuro? Y ¿por qué la forma predominante de concebir el futuro limita las posibilidades de acción en el presente, en pro de un futuro deseado?

Al fijar el debate social en la anticipación de un futuro catastrófico, y en los medios aún disponibles para evitarlo, en vez de invitarnos a pensar en lo que sería posible y deseable, muchos científicos restringen la discusión a la necesidad de mantener el presente, y no piensan en la posibilidad de cambiarlo. Tendemos así a suscitar el deseo de permanencia del presente y a vincular nuestro deseo a lo inmediato, dejando poco espacio para la discusión sobre el futuro que podemos y queremos construir.

La forma predominante de esa anticipación consiste, básicamente, en una operación de simulación. Eso supone, en primer lugar, la identificación de los campos tecnológicos que presentan dinamismo para transformar el presente.1 A partir de eso, se mide el ritmo en que avanzan el conocimiento científico y sus aplicaciones tecnológicas, para entonces extrapolar, en proyecciones, la superación de los límites actuales y también de la condición humana.

Apoyados en la certeza de la continuidad y del desarrollo de la investigación científica, los estudiosos toman nuestras limitaciones como mero obstáculo técnico. Así, la lógica sucede del siguiente modo: al clonar un mamífero, por ejemplo, se indica la aproximación de la clonación de los seres humanos; del mismo modo, con el continuo aumento de la capacidad de procesamiento de las computadoras se sugiere que, dentro de algunos años, las máquinas serán más inteligentes que los humanos. También la correlación entre un estado mental y una disposición de neuronas sirve para afirmar que, en el futuro, gracias al avance de estudios, seremos capaces de alterar químicamente, con precisión, nuestros estados mentales.

Esa práctica de simulación debe ser problematizada, sobre todo, cuando pensamos que tales ejercicios subestiman la propia sociedad y los valores que caracterizan a las culturas occidentales contemporáneas. Valores culturales no pueden ser tratados como “meros obstáculos”, ya que definen no solo cuáles objetos técnicos2 serán aceptados, sino también, y más profundamente, las decisiones sobre lo que se investigará. Dicho de otro modo: muchos productos están siendo investigados, pero ¿cuáles de ellos serán aceptados, dados los valores de la sociedad? Y ¿cuáles serán investigados, si los estudios son cada vez más orientados por el mercado?

Reconociendo la importancia de ese aspecto, podemos destacar cinco valores presentes muy tempranamente en las culturas occidentales que aún hoy orientan la discusión social sobre la legitimidad del uso de objetos técnicos. Como se verá, las decisiones sobre la adopción de tecnologías son relativamente descentralizadas. Siguiendo la lógica del mercado, los objetos técnicos son también mercancías que se consumirán.

Tendemos a suscitar el deseo de permanencia del presente y a vincular nuestro deseo a lo inmediato, dejando poco espacio para la discusión sobre el futuro que podemos y queremos construir.

El primer valor consiste en la separación entre lo que es saludable y lo enfermizo. La enfermedad es entendida como un alejamiento de la normalidad, siendo al mismo tiempo un distanciamiento de lo natural. Así, en pocas palabras, es ese alejamiento que requiere y autoriza la intervención artificial para restablecer un estado natural.3 Si la legitimidad de una intervención tecnológica depende de la preexistencia de una anormalidad, podemos, con alguna ironía, notar que una sociedad que use cada vez más objetos técnicos ­ y medicamentos son un objeto técnico ­ será también aquella que multiplica el número de enfermedades y de enfermos que precisan de intervención para restablecer el bienestar.

El segundo valor es un principio muy arcaico, probablemente anterior al surgimiento de la cultura occidental, la creencia de que es necesario realizar un esfuerzo individual para tener placer, o que un beneficio solo es legítimo si tiene un coste. Cuando la anormalidad autoriza una intervención, el principio del esfuerzo o sufrimiento “necesario” problematiza el uso de objetos que proporcionan “indebidamente” algún bienestar. Ese valor se encuentra aplicado, por ejemplo, en la crítica a los medicamentos que producen estados mentales agradables, y en la crítica al uso de las drogas ­ que son vistas como paraísos artificiales porque proporcionan placer sin esfuerzo. Pero la preocupación con el tema es antigua, y el diálogo Gorgias, de Platón, ya presentaba una formulación inicial bastante precisa:4 en un pasaje, el autor distingue la belleza conquistada con la gimnasia y otra obtenida utilizado cosméticos; y propone también que una punición purificaría al alma que cometió un crimen. Así, el esfuerzo para alcanzar un objetivo o el castigo para redimir una inmoralidad son como un sufrimiento que, si infligido por “buenas” razones, se transforma en la condición necesaria para tener un beneficio.

El tercer valor, que también tiende a aparecer en la crítica al uso de objetos técnicos, está bastante enraizado culturalmente y se asemeja al que condiciona el placer al sufrimiento. Se trata del valor de la igualdad aplicada a las condiciones de una prueba, de una competición. En cualquier situación social que pueda ser descripta como una prueba que evalúa el desempeño de los individuos, la igualdad aparecerá como valor empleado para cuestionar el uso de objetos técnicos (un ejemplo inmediato de ese tipo de crítica sería el dopaje en el deporte). Si observamos la crítica al uso de medicamentos que aumentan el desempeño cognitivo en escuelas y universidades, y en el trabajo, por ejemplo, es posible identificar ese valor de igualdad con el anterior, el del placer sin coste.

El cuarto valor es la autonomía y uno de sus opuestos, la dependencia. La autonomía durante mucho tiempo fue elaborada en términos de independencia de un individuo en relación a otros seres humanos, sobre todo como capacidad de cuestionar sus creencias y comandos. Pero, actualmente, también se piensa en la relación entre un individuo y los objetos técnicos. De ese valor deriva, por ejemplo, la inquietud con el acceso a la internet o el uso de drogas y de diversos medicamentos que afectan nuestros humores (como antidepresivos y ansiolíticos) y por gadgets que pasan a ser parte integrante de la vida del individuo. [5]

El quinto valor trata del dilema sobre experiencias con potencial para afectar la condición humana y articula la matriz cristiana de la cultura occidental con el hecho de que las nuevas tecnologías son capaces de afectar directamente el pensamiento y la existencia de nuestra especie. La sospecha de que seres humanos estén invadiendo el dominio de lo sagrado o de la Creación genera un temor que podría ser observado en dos dimensiones: la primera es de aspecto ético que sería la interdicción de que el ser humano desempeñe el papel de Dios ­ aunque las nuevas tecnologías nos den poder sobre el futuro de los seres vivos e incluso sobre nosotros mismos. Tememos perder el control de ese dominio, creando, por ejemplo, con la manipulación genética, organismos que destruyan la vida humana.

La segunda dimensión se caracteriza por una cuarta herida narcisista, 6 provocada por el desarrollo de la ciencia moderna: después que Copérnico propuso que el mundo no giraba alrededor de la Tierra, después que Darwin mostró que el ser humano era apenas un animal y después que Freud concibió que nuestras acciones no eran dictadas por nuestra consciencia, sentimos ahora angustia con la posible indistinción entre los vivos y las máquinas, provocada por las nuevas tecnologías.

Cada vez más la tecnología nos lleva a creer que la vida y el pensamiento son mera materia organizada y que las máquinas se parecen, cada vez más, con los seres vivos. Y, de hecho, cada vez más radicalmente es posible concebir el pensamiento como algo programado por la selección natural, porque es más frecuente ver que las máquinas son capaces de simular procesos mentales que pensábamos que eran inherentes a los seres humanos.

Al analizar las concepciones contemporáneas sobre el origen y el destino del pensamiento, la referencia inmediata es el aparecimiento de la computadora y del ADN. Lo que nos inquieta, ahora, es nuestra capacidad de construir máquinas que simulan nuestro pensamiento. Aunque aún de forma modesta, las computadoras pueden simular procesos cognitivos como memoria, solución de problemas, escoger y prever, capacidades mentales que antes nos hacían creer que nuestra mente era una esfera metafísica para siempre separada de la física, o que no tenía equivalente en el mundo animal por ser fruto de la cultura. Lo inquietante no es apenas que la máquina parezca ser tan humana; sino lo que nos muestran la ingeniería genética, la neurología y las nuevas teorías sobre el proceso de selección natural: cómo podemos ser parecidos con las máquinas.

Lo inquietante no es apenas que la máquina parezca ser tan humana; sino lo que nos muestran la ingeniería genética, la neurología y las nuevas teorías sobre el proceso de selección natural: cómo podemos ser parecidos con las máquinas.

La discusión sobre el pensamiento se transforma así, inevitablemente, en un debate ético sobre los límites y la legitimidad de la atribución humana del pensamiento a los no humanos. La cuestión “¿qué es pensar?" está hoy indisociablemente vinculada a la cuestión “¿quién piensa?”. No basta la introspección o el estudio de otras culturas; lo que está en juego es la atribución de pensamiento a los no humanos por parte de un observador humano. ¿Estaríamos siendo antropomórficos si recusáramos la existencia de pensamiento en las máquinas o en otros seres vivos? O ¿estaríamos perdiendo lo que distingue al pensamiento ­ la comprensión o la experiencia cualitativa del mundo propiciada por la consciencia ­ si le atribuimos pensamiento a las máquinas? ¿Debemos continuar pensando en los no humanos a partir de la certeza de la consciencia de sí mismo, que nos singulariza en relación a los otros seres vivos, o debemos aprovechar la oportunidad de sorprendernos con el pensamiento humano por aproximar su funcionamiento al de las computadoras, pensando que en nuestro origen están los robots, que somos constituidos por robots y que, bajo cierto punto de vista, somos apenas robots que pasaron de “saber cómo” al “saber qué”? [7]

Gran parte de las interrogaciones y acciones que conformarán nuestro futuro incluyen valores culturales y éticos que utilizamos en las decisiones cotidianas en las que pesan los intereses y la felicidad de cada individuo. La legitimidad, necesidad y atracción de los objetos técnicos pasan, por lo tanto, por los discursos sociales que articulan creencias y valores y nos orientan en nuestras estimativas sobre lo que somos, podemos y debemos ser.

Pero, a pesar de todos los esfuerzos intelectuales, poco sabemos y sabremos sobre cómo será el futuro. ¿Qué serán capaces los seres humanos de ser y de hacer valiéndose de la genética, de la neurología y de la computación? Hay dos razones para ese desconocimiento constitutivo. Una forma parte de la condición humana; hay siempre un resto de incertidumbre en el futuro que es imposible de erradicar. La otra razón caracteriza nuestra cultura. Cada vez más nuestras previsiones tienen un contenido catastrófico y son, por lo tanto, realizadas con la esperanza de que no se concreticen. Así, en vez de reducirla, las previsiones componen la incertidumbre.

Las previsiones son parciales y efímeras. Ya la forma del futuro es mucho más duradera, porque no se define por un contenido cualquiera, sino por la forma cómo determinada cultura privilegia un modo de conocer el futuro, ese lugar de irreductible incertidumbre, y estipula si sus contornos responden a deseos utópicos. En ese sentido, podemos concluir que la forma del futuro es el elemento esencial y determinante del modo cómo una cultura se relaciona con el tiempo.

Durante cerca de dos milenios, desde Platón hasta por lo menos el siglo XVII, la ruptura temporal que ordenó la experiencia en Occidente fue la separación entre lo efímero y lo eterno. Sin embargo, desde finales del siglo XVIII hasta mediados del siglo XX, la ruptura temporal que pasó a ordenar la experiencia humana está entre el presente y el futuro. Concebida a partir de los conceptos de progreso, revolución y liberación, esa forma cultural de relacionarse con el tiempo instituía el presente como algo limitado; el pasado como algo a ser superado; y el futuro era, un lugar de realización, al menos una apertura, como la posibilidad de dejar de ser lo que aún somos, y de libertarnos.

Hoy, la forma de ver el porvenir ­ que emergió en la década de 1960 y se tornó hegemónica a fines de la década de 1980 ­ también privilegia la ruptura temporal entre presente y futuro. Este, sin embargo, es anticipado como catástrofe probable si le diéramos continuidad a nuestras prácticas. Además de no concebirlo como limitado, nuestro presente es visto como aquello que debe permanecer. La orientación utópica abandona el futuro y echa ancla en el presente, pensado ahora como el lugar donde todos los individuos pueden ser felices, como el lugar donde el sufrimiento no debería existir.

La preservación y la idealización de lo que existe es la otra fase del futuro como riesgo. Es nuestra responsabilidad incluir el cuestionamiento del presente, la necesidad de reflexionar sobre el futuro que queremos construir, y reforzar el vínculo, ora debilitado, entre nuestro deseo y el futuro.

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