TIERRA

7 La Bahía de Guanabara,
una mirada
sobre la historia

Testigo vivo de nuestra historia, la bahía de Guanabara guarda registros que se remontan a millares de años. El descubrimiento de yacimientos arqueológicos en las proximidades de sus márgenes indica que esas aguas pueden haber sido utilizadas por el hombre prehistórico ­ llamados hombres de los conchales (sambaquis).[1] En esos locales se identificaron fósiles de pequeños mamíferos marsupiales, moluscos terrestres, aves y reptiles, además de herramientas de piedra lascada y cerámicas, que nos cuentan un poco de esa historia.

Otros estudios realizados por geógrafos y geólogos concluyeron que, hace millares de años, el nivel del mar estaba cerca de 130 metros por debajo del actual. [2]En esa época, por lo tanto, en una gran parte de la plataforma continental hoy sumergida, había restingas, acantilados y dunas donde habitaba una exuberante mega fauna, compuesta por animales como mastodontes, tigres dientes de sable, armadillos gigantes, megaterios y perezosos que llegaban a medir más de seis metros.[3] La causa del desaparecimiento de esos animales aún es incierta: puede haber sido por la falta de alimento debida a la era glacial o por no haber conseguido sobrevivir cuando las aguas del océano Atlántico inundaron toda la zona costanera de la plataforma continental, ahogándose. De cualquier forma, se sabe que fue debido a esa inundación, ocurrida hace cerca de 12 mil años, que nació la bahía de Guanabara. [4]

Posteriormente, innumerables modificaciones en el trazado inicial de la orla de la bahía fueron de provocadas por eventos climáticos y ambientales acompañados por sucesivas alteraciones en el nivel del mar, hasta que finalmente la bahía tomó la forma encontrada por los primeros portugueses que aquí llegaron en 1502. [5] Ya estábamos en la Edad Moderna y los europeos solían registrar sus descubrimientos. Desde entonces la historia de la bahía puede ser reconstituida con mayor facilidad. Dibujos, mapas, textos y pinturas producidos por los colonizadores facilitaron el trabajo de los historiadores que reconstituyeron su trayectoria a lo largo de los últimos cinco siglos, registrando las transformaciones por las cuales ella continuó pasando.

La bahía actual no se compara con aquella de aguas límpidas, contornada y adornada por pequeñas ensenadas, playas y manglares, teniendo como fondo la densa selva tropical: una visión de un paraíso fascinante para los navegantes portugueses cuando la contemplaron por primera vez. Eran viajeros que, cumpliendo órdenes del rey D. Manuel, El Afortunado (O Venturoso), emprendían una misión de reconocimiento del litoral brasileño casi dos años después del descubrimiento. Al cruzar la barra, con los espléndidos macizos de granito, pensaron que estaban en la desembocadura de un gran río. Como era el día 1º de enero, la bautizaron como Río de Janeiro (enero, en español).

Pasada la decepción de no ser aquel el brazo de mar al que tanto anhelaban para llegar al océano Pacífico y desde allí al Oriente, rápidamente percibieron que estaban en un lugar lujuriante, diferente de todo lo que conocían. A partir de entonces, viajantes de todo el mundo no se cansaron de celebrar las bellezas de aquel paraíso virgen, de aguas límpidas y llenas de peces. El mar abierto y la bahía con sus islas e islotes, las bellas playas y la exuberante flora y fauna tropical ayudaban a componer el escenario de un paisaje con el cual, en aquella época, los europeos solían soñar como siendo los jardines de Edén.

Un imponente macizo montañoso cubierto por una densa selva tropical dominaba el paisaje, tocando, en su base, al océano Atlántico. Entre el mar y el macizo afloraban, aquí y allí, pequeñas colinas rodeadas de pantanos, lagunas y manglares. Árboles gigantescos, orquídeas, mariposas inmensas y mucha agua: en el mar, en la bahía, en las lagunas, en los ríos y en las cascadas. El denso manto verde de la floresta parecía, a veces, querer alcanzar el cielo con las copas de las palmeras que emergían del océano de hojas.

Los tonos fuertes y el perfume embriagador de las flores y de las frutas daban más vivacidad a la misteriosa naturaleza. La diversidad de la vegetación típica de las regiones de clima caluroso y húmedo encantó a los viajeros, acostumbrados a las dificultades del invierno y del frío europeo. La atención se dispersaba ante la visión caleidoscópica de colores y formas: nenúfares que flotaban plácidamente en las lagunas; ananás, pitangueros y acajús que milagrosamente botaban en las restingas; frondosos guarapurús repletos de una especie de cereza negra y muy dulce; y hasta bromelias que insistían en brotar en itaporapuãs, nombre dado por los indígenas a las grandes piedras redondas que afloraban, de forma inesperada, en las matas, en las aguas y en los arenales.

Papagayos, tucanes, garzas, guacamayos e ibis colorados volaban en grandes bandadas, pintando el cielo de innumerables colores. Felinos y otros mamíferos de pequeño porte ­ guepardos, pecarís, carpinchos, pacas, tapires, ciervos, monos y titís ­ se aproximaban calmamente y sin miedo, a beber en las aguas límpidas que descendían de las montañas, entre el bosque virgen, de donde sobresalían, por su colorido, las acacias, los jequitibás, hormiguillas (cecropias), los lapachos y las flores de cuaresma (quaresmeiras).


Durante los meses de invierno podían verse grupos de decenas de ballenas deslizando mansamente en las aguas de la bahía, después de pasar la barra buscando las aguas más tibias de la costa para tener sus crías.

Grandes cardúmenes de sardinas, corvinas, róbalos, lisas, cojinúas, (y otros peces que vivían en la bahía atraían hacia su interior, hasta las proximidades de la isla de Paquetá, grupos de delfines en busca de alimento. Durante los meses de invierno se veían grupos de decenas de ballenas deslizando mansamente en las aguas, después de pasar la barra buscando las aguas más tibias de la costa para tener sus crías. En las playas y en los manglares abundaban camarones, cangrejos, mejillones, ostras, mariscos, almejas y berberechos. [6]

Los primeros relatos escritos por los viajeros que aquí llegaron en el siglo XVI describieron en un lenguaje generalmente superlativo, el ambiente paradisíaco de la naturaleza que se extendía a lo largo de toda la costa brasileña, donde vivía, en las más perfecta sintonía con el medio ambiente, una población indígena bastante homogénea en términos lingüísticos y culturales: era la gran nación tupí-guaraní.

Este, quizá fuese aún el escenario de hoy si los europeos no hubiesen llegado a Brasil y los Tupinambás continuasen habitando las islas y la costa de la bahía, manteniéndola preservada y garantizando que su belleza salvaje permaneciese casi intacta. El proceso histórico fue, sin embargo, inexorable. La ocupación del territorio recién descubierto se realizó de acuerdo con los patrones de la época. Era incumbencia del colonizador, como en cualquier otra parte del mundo, explotar las riquezas de las tierras descubiertas.

En Brasil, como en innumerables otras colonias, el extractivismo fue la forma económica practicada durante los primeros siglos del dominio portugués. La extracción de pau-brasil, para fabricar tinturas, y la caza de las ballenas, cuyo organismo podía ser totalmente aprovechado, desde la alimentación hasta la construcción civil, eran actividades habituales. Además, los europeos pensaban que era necesario subyugar la naturaleza local, que, aunque deslumbrante, era extremamente amenazadora y presentaba innúmeros peligros e incomodidades: indios enemigos, animales feroces y venenosos, tempestades aterradoras, calor abrasador, insectos incómodos y transmisores de las desconocidas enfermedades tropicales.

Pasados poco más de cinco siglos, desaparecieron los cardúmenes de ballenas y toninas que allí deslizaban mansamente. De las tribus indígenas que vivían en sus márgenes, restaron los relatos, unos pocos conchales (sambaquis) y los nombres primitivos en la lengua tupí-guaraní que continúan identificando los accidentes geográficos y los lugares en sus márgenes, comenzando por su propio nombre, Guanabara, el seno del mar: como Niterói, Jurujuba, Icaraí, Itapuca, además de muchas decenas de islas, como Jurubaíba, Paquetá, Brocoió y otras. [7]

La expansión de las ciudades brasileñas siguió un patrón de urbanización semejante al de casi todos los países sometidos al régimen colonial. A no ser por el aumento de la población de los habitantes originales, los indígenas, durante mucho tiempo la colonia convivió con un crecimiento modesto y disperso de la población extranjera en las pequeñas villas del litoral y en los asentamientos de extracción de minerales del interior.

Aumentaba lentamente la población portuguesa en la región alrededor de la bahía pero crecía, cada vez más vertiginosamente, la población formada por negros esclavos traídos de África. Los números para Río de Janeiro muestran que, entre los siglos XVII y XIX, los residentes de origen africana superaron en mucho a aquellos de origen europea, pero la ciudad exhibía números aún modestos si los comparamos con los de la población media de los centros urbanos europeos. La situación se mantendría así hasta el último cuarto del siglo XIX, cuando diversas leyes que culminarían con la abolición de la esclavitud en 1888 e incentivarían la inmigración extranjera provocaron una verdadera explosión poblacional en las ciudades, principalmente en Río de Janeiro. [8]

Luego después de la abolición de la esclavitud, un enorme contingente humano fue considerado como dispensable y comenzó a migrar de las regiones rurales para los centros urbanos, buscando nuevas posibilidades de trabajo. Los principales centros, aunque ya dispusiesen de algunos servicios de infraestructura, no estaban completamente preparados para abrigar ese flujo continuo de población que, apenas para citar el caso de Río de Janeiro, había llegado al final del siglo XVIII con cerca de 50 mil habitantes y pasara para alrededor de 500 mil a mediados del siglo XIX y para casi 1 millón en los primeros años del siglo XX.

Ese proceso se intensificaría aún más a partir de la década de 1930, con el inicio de la industrialización, y se consolidó, entre 1950-60, cuando el país adoptó definitivamente el modelo industrial de crecimiento en detrimento del desarrollo agrícola. Se invertía la relación campo-ciudad con predominancia de la población urbana sobre la rural. Las ciudades, sobre todo las mayores, comenzaron a ser ocupadas por inmensos bolsones de pobreza. Los nuevos habitantes, por falta de alternativas, ocuparon las áreas consideradas de riesgo o insalubres, tales como laderas inestables, márgenes de ríos y zonas inundables.

De un modo o de otro, asistimos, durante quinientos años, a un lento pero continúo proceso de uso y ocupación del territorio, como si los recursos naturales fuesen infinitos y toda aquella abundancia, eterna. Bosques enteros fueron casi totalmente destruidos, como la Mata Atlántica; sistemas hídricos, alterados; desmontes de cerros, manglares y márgenes del mar, aterrados; ríos canalizados y deyecciones lanzadas en las aguas (como lagos, lagunas y playas). Todo eso tuvo una influencia predatoria sobre la naturaleza, menospreciando las características del local original y sin tener en cuenta la importancia de la preservación los recursos naturales.

Pero, ¿la historia podría haber seguido otro rumbo? ¿El hombre, que durante todo ese tiempo se sentía el centro del mundo, embriagado por la capacidad de expansión de sus conquistas territoriales y por su capacidad de acumular riquezas, podría haber modificado la trayectoria o haber sido sustituido por otro ser, más preocupado con la armonía do Universo? ¿Aún no había percibido que la naturaleza sobre la cual avanzaba para ajustarla a su visión de mundo era, en realidad, un sistema complejo, frágil y diversificado cuyo equilibrio, al ser irremediablemente quebrado, podría causar enormes perjuicios a los sistemas productivos y, principalmente, serias amenazas a su propia sobrevivencia?

El hombre dominador se imponía sobre la naturaleza, pero es importante recordar que, a pesar de circunscriptas a pequeños grupos de científicos y estudiosos, algunas cuestiones relacionadas al desequilibrio del medio ambiente ya eran estudiadas, hace siglos. Se considera que Teofrasto de Éfeso, muerto en 287 AEC (Antes de la Era Común), sucesor inmediato de Aristóteles, fue el primer ser humano que se preocupó con la ecología, aunque esa palabra solo sería utilizada 1600 años después. Fue él quien describió las relaciones de los organismos entre sí y de los mismos con el medio.

Muchos siglos después, nuevos registros fueron encontrados. En el período seiscentista, por ejemplo, se descubrió un importante estudio sobre cómo se da la sucesión de especies después de las quemas. De tales estudios dispersos por el mundo fue surgiendo, poco a poco, la idea de que no existían comunidades separadas de plantas y animales, formando todas ellas, de forma integrada, un único y singular sistema vivo. De acuerdo con la Encyclopaedia Britannica, apenas en 1866 el vocablo ecología fue finalmente creado por el naturalista alemán Ernst H. Haeckel para designar la “ciencia de la convivencia” concepto que muchos años después fue ampliado para “ciencia que estudia las relaciones de los seres vivos entre sí y con el medio ambiente” o “sociología de la naturaleza”. [9]

Los principales centros, aunque ya dispusiesen de algunos servicios de infraestructura, no estaban nada preparados para atender a ese flujo continuo de población que, apenas para citar el caso de Río de Janeiro, había llegado al final del siglo XVIII con cerca de 50 mil habitantes, aumentara para cerca de 500 mil a mediados del siglo XIX y para casi 1 millón en los primeros años del siglo XX.


Mucho más tarde, sin embargo, apenas en la segunda mitad del siglo XX, el tema ecología entró en el dominio público y pasó a integrar la pauta de preocupaciones de casi todos los países. Y eso solo ocurrió porque, asociados al tan soñado progreso civilizatorio proporcionado por los avances tecnológicos, al intenso proceso de industrialización y a las ventajas del mundo urbanizado, señales evidentes de desequilibrios ambientales comenzaron a ser percibidas, cuyos daños, superando límites político territoriales, abarcaban regiones enteras hasta asumir proporciones de carácter global. [10]

Fue a partir de ese contexto, en la época aún muy incipiente, que en 1972 se promovió la I Conferencia Internacional de las Naciones Unidas para el Desarrollo Humano, en Estocolmo, Suecia reuniendo representantes de todos los países. El encuentro consiguió llamar la atención sobre los riesgos a los cuales el planeta estaría sujeto si la cuestión ambiental no se transformase en una prioridad que debía ser asumida no apenas por los dirigentes políticos sino también, en conjunto, por toda la sociedad.

La iniciativa de las Naciones Unidas tuvo resultados casi inmediatos. Varios temas, como contaminación atmosférica, lluvias ácidas, cambios climáticos, proceso de desertificación, contaminación de ríos y océanos y la amenaza nuclear, antes debatidos apenas por una minoría, aparecerían con insistencia en los medios de comunicación, en las universidades y en las manifestaciones de grupos ambientalistas. A partir de ese momento las cuestiones vinculadas con el medio ambiente se ampliaron y llegaron a las discusiones más cotidianas, siendo constantes en la vida moderna, incorporadas a los medios políticos y a los temas de los órganos ejecutivos, como plataformas electorales y políticas públicas.

Recordando ese dilatado pasado histórico debemos dirigir nuestras miradas hacia la bahía de Guanabara, observándola con atención para percibir desde el movimiento de sus aguas hasta sus matices de color. Si lo hacemos calmamente, podremos percibir un discreto ondular en la superficie de sus aguas, que indica la proximidad de un cardumen. Si tenemos suerte, quizá veamos bandadas de aves sobrevolando la región, buscando peces para alimentarse. Deslicemos la mirada a lo largo de las márgenes e imaginemos cómo serían en el pasado, sucesivamente ocupadas por chozas de indios, por fortalezas, por aldeas coloniales y así por delante, hasta llegar a la megalópolis en la cual vivimos.

Sí, vale la pena dedicar atención a la bahía de Guanabara. Aunque haya sufrido innumerables agresiones debidas al proceso de colonización y de urbanización iniciado en el siglo XVI, resiste bravamente. Aún mantiene su majestad, consigue ser suficientemente generosa para cumplir su papel de abrigar el segundo más importante puerto del país, base de actividades económicas que generan trabajo y renta para la población fluminense. Manteniéndose viva, ejerce la función de criadero de fauna y flora marinas, responsable de proveer a muchas familias de pescadores que viven en sus márgenes. Y aún, democráticamente, ofrece algunos paisajes a todos aquellos que quieran descansar a la sombra de un árbol o tomar sol en sus playas.

Es importante conocer mejor ese lugar, revivir su historia, entender cómo son complejos y fascinantes los mecanismos de funcionamiento de la naturaleza, porque ese lugar, esa historia y ese ambiente determinan la vida y el futuro de las personas que allí viven y trabajan. La bahía refleja las condiciones de vida de la sociedad instalada a su alrededor. Luchar para que ella vuelva a ser brillante, luminosa y plena de vida significa, por lo tanto, invertir en nuestro mañana.

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